Pese a que pierda terreno conforme avanza el conocimiento, el hecho religioso parece consustancial al ser humano. Su razón de ser principal es aliviar la desazón que suscita a menudo el vivir y sobre todo el morir. Religión ha existido siempre y probablemente apareció con la hominización misma, cuando su incipiente racionalidad hizo que nuestros remotos antepasados buscaran una balbuceante explicación, que sólo podía ser sobrenatural, a una naturaleza misteriosa, tan pronto hostil como propicia, de la que dependía el vivir de cada día y la propia supervivencia de la especie. Las divinidades, tanto masculinas como femeninas, a las que había que predisponer favorablemente para atenuar el desvalimiento humano debieron de ser muchas y muy diversas, con referencia casi siempre a lo más presente: el sol, la luna, la tierra, la lluvia, el rayo, los animales.
Con el lento progreso comenzó a entenderse mejor el mundo en derredor y surgieron las grandes religiones monoteístas que, a partir de una verdad revelada, intentaron explicar la vida humana como creación de un Sumo Hacedor y un tránsito hacia la vida eterna. Entre sus rasgos figura el que todas fueron y son machistas. Dios en ellas siempre es varón y con su auge ya no hubo diosas, otrora tan numerosas.
La coexistencia de esas religiones fue casi siempre conflictiva, ya que por definición todas ellas se consideran la única verdadera. La historia está llena, así, de guerras de religión y de aberrantes y criminales pogromos. Pero el progreso se aceleró y entre los avances más notables de la Edad Contemporánea destaca el que empezara a modificarse el papel de la religión en la sociedad. Paulatinamente, se dejó de considerar obligado el tener determinadas creencias. El hecho de que éstas, por así decirlo, se privatizaran ha sido un paso de gigante. Por primera vez en la historia de la humanidad, desde hace poco más de un siglo, en los países más avanzados y desde hace unos decenios en otros más a la zaga como España, cada cual puede creer o no creer lo que quiera y a nadie se le piden cuentas por ello. Preguntar por las ideas religiosas de una persona resulta hoy inusitado e incluso hacerlo en encuestas o censos está vedado por las leyes. Ese respeto, que hoy nos parece esencial, a algo que pertenece a la esfera de lo más personal, permite imaginar el sufrimiento que supuso en lo pasado para muchos la vigilancia pública de las ortodoxias y la persecución, a veces atroz, de infieles y herejes.
Es lógico, sin embargo, que las grandes religiones no acepten con facilidad abandonar el papel primordial que durante siglos han desempeñado en muchos países. A la luz de la historia parece, empero, la suya una batalla perdida. Al ser el hecho religioso personal e intransferible hoy ha quedado demostrado en los países más adelantados que la religiosidad puede centrarse en el individuo o como mucho en la familia, pero no tiene por qué ser pública. En clara contraposición, no se entiende así en los países musulmanes ni por parte de algunos en países católicos como España o Italia. Ese afán por mantener la presencia de la religión en la sociedad y que ésta en sus leyes, usos y costumbres aplique siempre los preceptos de la correspondiente ley divina, es el integrismo o fundamentalismo tan presente en el mundo del Islam y en buena parte de la jerarquía católica. No en toda ella, por cierto, pues afirmaciones de algunos obispos españoles o italianos serían impensables en un obispo francés, cuyo país cuenta con una larga tradición de laicismo respetada por todos. Es verdad que las posiciones integristas se ven apoyadas desde el Vaticano, pero es muy posible que ese apoyo desaparezca en cuanto acceda al solio pontificio un Papa que no sea un conservador a ultranza, lo que ocurrirá tarde o temprano, si se tiene en cuenta que la Iglesia Católica es una institución vieja de siglos y sabia de experiencias. Cabe esperar así que algún día acabará aceptando el sacerdocio femenino, el matrimonio de los curas, el divorcio, la contracepción, la homosexualidad, incluso el aborto en determinadas condiciones. Respecto de este último, en el mundo se registran unos 25 millones de interrupciones voluntarias legales del embarazo, buena parte de ellas en países cristianos, es decir, a juicio de los integristas, otros tantos asesinatos que, para mayor inri, se hacen con todas las de la ley.
En los países musulmanes es difícil, en cambio, atisbar un abandono del integrismo a corto plazo. En ello influye que el Islam es una religión más intervencionista que otras en la vida pública. Pese a su mayor brevedad, el Corán, a diferencia de los Evangelios, es entre otras cosas un código de derecho civil, sobre todo en lo que atañe a la familia. Frente a la aseveración de Jesucristo de que su reino no es de este mundo, se ha dicho que el Islam es a la vez una religión y un Estado. Incluso así, todo texto sagrado puede interpretarse, bien en sentido dogmático, bien desde la tolerancia, y el Corán no es excepción. Ha habido épocas de esplendor musulmán en las que se practicó una convivencia con los demás alejada de cualquier integrismo, como cuando con el califato de Córdoba la España musulmana era bastante más civilizada y tolerante que la España cristiana. Hoy ocurre lo contrario en casi todos los países islámicos, donde cunden la pobreza y el desempleo, las dictaduras ineficaces y corruptas y donde es lógico que muchos se aferren al fundamentalismo religioso como asidero que dé sentido a su vida. Esos países intentan compensar su atraso político y económico con unos valores religiosos que consideran superiores, al evitar el materialismo y el hedonismo de las naciones desarrolladas. Muchas veces, además, la religión es uno de los argumentos esgrimidos por los dictadores para justificarse. Algo, por lo demás, ya utilizado en España no hace mucho por nuestro invicto Caudillo. Por su historia y por su posición geográfica, España podría figurar a la vanguardia a la hora de ayudar, desde el respeto y la no injerencia, a que los países musulmanes, en particular los árabes, progresen hacia la laicidad. La Alianza de Civilizaciones, una buena idea, necesita traducirse en hechos concretos. Entre otras cosas, ¿no cabría con más becas e intercambios culturales facilitar que jóvenes árabes, sobre todo mujeres, vean de primera mano las enormes ventajas que reporta el dejar atrás dictaduras y fundamentalismos? Claro que para ello habría que respetar, lo que no siempre ocurre ahora, costumbres y tradiciones, por más que a veces nos parezcan harto discutibles, tal como sucede con el famoso velo que oculta los cabellos femeninos. Es cierto que se trata de una tradición de larga data, pero en lugar de imponer su desaparición hay que dejar que como tantas otras tradiciones se caiga por su propio peso. España, una vez más, puede servir de ejemplo de cómo cabe abandonar instituciones como la Inquisición, que duró nada menos que tres siglos, y tantas otras cosas de nuestro pasado que hoy (casi) ningún español echa de menos.
Cuando en los países musulmanes las mujeres sean profesoras, médicas, ingenieras y ministras, hiyabs, chadores y burkas desaparecerán como desaparecieron los refajos, corsés y miriñaques de nuestras abuelas. Entre tanto, respetemos esas tradiciones, aunque sotto voce hagamos votos por que desaparezcan. Lo que ocurrirá algún día cuando, como una bendición del Cielo, ya no haya integristas.
Francisco Bustelo es catedrático jubilado de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense.